"Quien se pronuncia por el camino reformista en lugar de y en oposición a la conquista del poder político y a la revolución social no elige en realidad un camino más tranquilo, seguro y lento hacia el mismo objetivo, sino un objetivo diferente: en lugar de la implantación de una nueva sociedad, elige unas modificaciones insustanciales de la antigua." Rosa Luxemburgo

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Una auditoría de la deuda italiana

por Guido Viale,

Si el género humano sobrevive a la crisis climática y la civilización al desastre económico, los historiadores del futuro verán estos últimos treinta años como lo que indudablemente fueron: un período de obnubilación, de dictadura de la ignorancia, de hegemonía de un pensamiento único liberal sintetizado en las célebres frases de dos de sus principales exponentes. «La sociedad no existe. Solamente existen los individuos», o sea, los sujetos del intercambio, en otras palabras el mercado (Margaret Thatcher) y «El gobierno no es la solución sino el problema», dicho de otra manera: es el mercado el que debe gobernar (Ronald Reagan).

El liberalismo libró de la carga del pensamiento y de la acción a la mayor parte de sus adeptos, en forma consciente o inconsciente, puesto que el mercado provee el gobierno de la economía y la convivencia, aunque con algunas correcciones. Es así como «los mercados» —este reciente deslizamiento semántico del singular al plural no refleja, por supuesto, las diferencias sectoriales o geográficas, por ejemplo, entre el mercado del automóvil y el de cereales, o entre el mercado mundial del petróleo y el mercado de la esquina de frutas y verduras— responden a una percepción inconsciente del hecho de que los que regulan y desregulan nuestras vidas son pocos sujetos, muy concretos, algunos con nombre y apellido, otros con marcas de bancos, de fondos y de aseguradoras. A todos, caprichosos e inaccesibles como los dioses del Olimpo (Marco Bersani)1, les fueron confiadas las llaves de la vida económica, y de otras, del planeta Tierra. Esta delegación a los «mercados» significó la renuncia a cualquier idea de gobierno, y con más razón de autogobierno, es decir la muerte de la política. La crisis de la izquierda del siglo veinte, europea y mundial, pero incluso de la derecha —la derecha verdadera como la querría la izquierda—.

Sin embargo, después de la larga noche que siguió al crepúsculo de los movimientos de los años sesenta y setenta, el caos producido por esta supremacía de los mercados está abriendo los ojos a mucha gente: los y las indignadas, la juventud árabe en rebelión y los numerosos movimientos que se pueden englobar en otros tantos «Occupy». No importa mucho que no tengan un «verdadero programa», como le reprochan los políticos autosatisfechos, ellos y ellas saben qué quieren, mientras que esos políticos no lo saben, ya que sólo quieren los que los «mercados» les inducen a querer.

Pero debemos repensar nuestro mundo y nuestra vida desde los propios fundamentos. Con el correr de los años, el liberalismo —una respuesta victoriosa a las luchas, a los movimientos y a las conquistas de hace cuatro décadas— ha producido una enorme transferencia de riqueza del trabajo al capital: según algunos cálculos, por término medio, el 10 % del PIB. Esto significaría, para un salario mínimo, una reducción a la mitad del poder adquisitivo, como en Estados Unidos, donde una familia con dos sueldos tiene ahora el mismo poder adquisitivo que la que tenía un solo sueldo en los años sesenta.

Esta transferencia fue permitida por las tecnologías informáticas, la precarización y las deslocalizaciones que esta tecnología hizo posible, pero sobre todo fue el fruto de la desregulación de las finanzas y de la libre circulación de los capitales. Todo ese dinero que pasó del trabajo al capital no fue realmente invertido en actividades productivas, excepto una mínima parte, y fueron a alimentar los mercados financieros, donde se multiplicó y encontró el medio, gracias a la supresión de toda normativa, de reproducirse por partenogénesis. Se calcula que los valores financieros en circulación son entre 10 y 20 veces superiores al PIB mundial (o sea, el valor de todas las mercaderías producidas en el mundo en un año, que se estima en unos 75 billones de dólares).

Pero no fueron los bancos centrales los que crearon y pusieron en circulación esa montaña de dinero, y mucho menos el Banco Central Europeo (BCE), que, por su estatuto, no lo puede hacer —aunque lo ha hecho y lo continúa haciendo un poco de tapadillo—. Si el BCE es ahora impotente frente a la especulación sobre los títulos de los Estados (las famosas «deudas soberanas») es porque su estatuto, que le prohíbe «crear moneda», fue adoptado para levantar una muralla en todo el continente contra las reivindicaciones salariales y los gastos del Estado de bienestar. Una elección tan consciente como miope, que ante el desastre que se avecina, puede ser que muchos la hayan lamentado. Los «mercados», o sea el capital financiero que se ha autorreproducido, son los que crearon esa montaña de dinero y lo hicieron porque todos los gobiernos se lo permitieron. Por supuesto se trata en gran parte de «dinero virtual» que si cayera sobre la tierra no encontraría la cantidad correspondiente de mercaderías para comprar. Eso no impide que a veces —e incluso con mucha frecuencia— una parte de ese dinero virtual abandone la esfera celeste para materializarse en la compra de una empresa, un banco, un hotel, una isla, o mansiones, fincas, joyas, coches o vacaciones de lujo. Y en ese estado ya no es dinero virtual, sino que tiene un poder real sobre la vida, el trabajo y la seguridad de millones de seres humanos, en resumen un crimen contra la humanidad.

Es un mecanismo complicado pero fácil de entender: en un último análisis este dinero «ficticio» —que no lo es— esta creado por la deuda y se multiplica pagando la deuda con otra deuda: en esta espiral se ven involucradas familias (como las afectadas por las desprestigiadas subprime, pero también mediante las tarjetas de crédito, las ventas en cuotas y los «préstamos de honor», a estudiantes por ejemplo), empresas, bancos, compañías de seguros, Estados. Y una vez puesta en marcha esta espiral, esas deudas rebotan unas sobre otras, de las hipotecas a los bancos, de éstos al circuito financiero, luego de nuevo a los bancos, y después los gobiernos ayudan a los bancos, y de los bancos de nuevo a los Estados. Y, probablemente, sólo se podrá salir de esa espiral infernal por medio de una bancarrota general.

En términos técnicos, la idea de pagar una deuda con otra deuda se llama «esquema Ponzi», por el financiero que la puso en práctica en los años treinta del siglo veinte (actualmente, la retomó el financiero de Nueva York Bernard Madoff, y, probablemente, muchos otros), pero es una práctica vieja como el mundo, que incluso en Italia tiene un santo protector. Aquí se llama la «cadena de San Antonio». En realidad, toda la burbuja financiera es sólo un descomunal «esquema Ponzi». Y también lo son las deudas de los Estados. El verdadero problema reside en poder desinflar la burbuja drásticamente antes de que explote entre los aprendices de brujo de los gobiernos que permitieron su creación. En forma inmediata, un mayor empeño de un fondo para rescatar Estados, del FMI, de los eurobonos, o de la implicación del BCE en la adquisición de una parte de la deuda pública europea podría rebajar las tensiones. Pero a largo plazo es la burbuja completa la que tendrá que ser, de algún modo, desactivada.

Tomemos Italia: este año pagamos 70.000 millones de intereses de la deuda pública (que es de cerca de 1,9 billones). El año próximo serán muchos más ya que los intereses que se tendrá que pagar aumentan con el diferencial. En los años pasados a veces era menos, pero otras veces, en proporción, era más. Casi nunca fueron pagados con el ingreso fiscal del año (el llamado avance primario), sino casi siempre con un aumento de la deuda. Basta con alinear estos intereses correspondientes a unos treinta años—desde que comenzaron a correr— y tendremos la mitad, e incluso más, de esta deuda que estrangula a la economía del país y que impide que todos nosotros podamos decidir sobre quienes y sobre cómo nos gobiernen. Porque ahora lo decide el BCE. Sin embargo, el verdadero origen de la deuda italiana es todavía más simple: la evasión fiscal. Cada año es de 120.000 millones o una cifra equivalente. Así, sin molestarse por el coste de la «política», de la corrupción, del hampa organizada, bastaron 15 años de evasión fiscal—y en eso estamos— para explicar los 1,9 billones de la deuda italiana. Si añadimos que los que evadieron los impuestos son en buena parte—no todos— los mismos que cobraron los intereses sobre la deuda, el círculo se cierra. Un gasto público que origina déficit es útil si pone en movimiento «los recursos no utilizados»: trabajadores desocupados e instalaciones cerradas. Pero si alimenta la evasión fiscal y el «ahorro» que irán a incrementar la burbuja financiera, es una calamidad.

Frente a las cifras colosales de la deuda pública, las medidas que propugnan el recorte de las pensiones (incluso cuando hay numerosas injusticias a corregir en este sector), en el presupuesto de las escuelas, de la universidad, sanidad o asistencia social, demasiado generoso, no son nada…¡ya que son cifras incomparables! Para destruir la escuela y la universidad basta con efectuar unos recortes de algunos miles de millones por año. Una reforma, incluso muy severa, de las pensiones puede aportar otros miles de millones por año. La venta de los inmuebles del Estado y de los servicios públicos locales no aportará mucho más. La liquidación de las empresas públicas ENI, ENEL, Ferrovia, Finmecanica, Ficantieri y algunas otras, como fue sugerido frívolamente en julio pasado por los «boconianos» |1| Perotti y Zingales (este último no sólo es el economista de referencia de Matteo Renzi |2| sino también de ¡Sarah Palin!) no aportaría más de algunas decenas de miles de millones, y sólo una vez, mientras que se transferirían a manos desconocidas (que bien podrían ser las de la mafia) los motores económicos de un país entero. Mientras que los intereses y la evasión fiscal se elevan cada año a decenas de miles de millones, la deuda a pagar sube hasta los billones. Por ello el rigor prometido por el gobierno podrá perjudicar a muchos que no se lo merecen, pero no tiene muchas perspectivas de éxito: afrontar con esas armas el déficit público, o sea la deuda, es una empresa volcada al fracaso. O una estafa. Por todo esto, es urgente efectuar una auditoria (un inventario) de la deuda italiana, para que todos entendamos cómo se ha formado, quien usufructúa de la deuda y quien la posee (al menos para poder pensar en tratamientos diferentes para los diferentes tipos de acreedores).

El otro engaño que domina el delirio público promovido por los economistas de la corriente dominante —con los boconianos en primera fila— es el crecimiento. Después de aceptar el equilibrio presupuestario impuesto por el BCE, y que en breve será introducido en la constitución, o sea el pago de los intereses de la deuda únicamente con los ingresos fiscales además de una progresiva reducción de la deuda mediante el reembolso del capital, debe comenzar el crecimiento del PIB. Para ello se ponen en marcha medidas liberales que los gobiernos precedentes no supieron o no quisieron adoptar: liberalizaciones, privatizaciones, reforma del mercado laboral (a la Marchionne) |3|, eliminación de prácticas administrativas inútiles (bienvenidas sean, pero se tendrá que hablar) y las «grandes obras» (en primer lugar el tren de alta velocidad).

Sin embargo, para alcanzar estos objetivos con el aumento del PIB, se tendrían que alcanzar tasas de crecimiento «chinas», en un período en que Italia está declarada oficialmente en recesión, con toda Europa en vías de acompañarla, con el euro vacilante, Estados Unidos detenido y la economía de los países emergentes en repliegue. Y es el mundo entero que está en camino de una crisis financiera que se añade a la crisis ambiental —de la que nadie quiere hablar— y al desorden de los mercados de materias primas —en primer lugar el de los alimentos— sobre los que se vuelven los capitales especulativos que se retiran de los títulos del Estado (y no solamente de los italianos). Interrogados por separado, son pocos los economistas que creen que en los próximos años pueda haber crecimiento. Muchos prevén exactamente lo contrario, pero no osan decirlo. Es necesario acabar con esta farsa. Es hora de pensar y de proyectar seriamente un mundo capaz de satisfacer las necesidades de toda la humanidad que permita a cada habitante de este planeta una vida digna, incluso sin «crecimiento». Simplemente valorizando los recursos humanos, el patrimonio de los saberes, las fuentes de energía y los recursos materiales renovables, las instalaciones y equipamientos ya existentes, renovándolos y modificándolos para hacer mejor con menos. No hay nada de utópico en todo esto, basta — y no es poco— con el empeño de todos los hombres y mujeres con buen sentido y buena voluntad.
Traducción: Griselda Piñero

Notas

|1| Boconianos: de la universidad Bocconi de Milán
|2| Matteo Renzi: alcalde de Florencia, clasificado como de centro izquierda (partido democrático, ex PCI)
|3| Sergio Marchionne : este ítalocanadiense de 59 años es el director general del grupo Fiat desde 2004 y vicepresidente no ejecutivo del CA del grupo bancario suizo UBS desde febrero de 2008. Artesano del nuevo despliegue mundial del grupo automovilístico italiano (desplazamiento de la producción hacia Polonia y Brasil), le hace la vida dura a sus obreros italianos y ha tomado el control de Chrysler y de Opel (filial alemana de General Motors)